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EN BUENA ARMONIA

MI NIÑEZ EN LA ADRADA (AVILA)

MI NIÑEZ EN LA ADRADA (AVILA)

Cuando yo era pequeña pasaba los tres meses de verano en la casa de mis abuelos maternos en el pueblo. Recuerdo con nostalgia aquellos días y al recordar hasta percibo los olores que marcaron mi infancia. Era una casa grande con muchas habitaciones y hasta un cuarto de baño completo que en aquella época nadie tenía. Allí nos reuníamos toda la familia: abuelos, tíos, primos. Había sitio para todos. Mi familia era ganadera y además tenía carnicería propia. La actividad en la casa comenzaba bastante temprano porque mis tíos y primos debían de ir a dar de comer al ganado y a ordeñar a las vacas. Después traían a casa los corderos que se venderían ese día en la carnicería. Los mataban en el corral y yo veía como lo hacían. Nunca me causó ningún trauma; era algo a lo que ya estaba acostumbrada y por otro lado necesario. Esto lo entenderá todo el mundo salvo los vegetarianos porque todos tenemos en nuestra dieta diaria cordero u otro tipo de carne alguna vez. Ver despiezar un cordero y lo que se hace con sus respectivas partes resulta cuanto menos curioso teniendo en cuenta que hablamos de tiempos en los cuales todo se hacía de forma totalmente manual. Las pieles se vendían por un lado;  los callos o manitas, por otro; las tripas también se guardaban para utilizarlas después y hacer chorizos; la sangre ya coagulada se vendía para hacer un guiso con cebolla frita que estaba muy rico.

Recuerdo las tardes de pastoreo cuando me iba con mi prima a cuidar de las ovejas (ellas fueron mis primeras alumnas porque nos encantaba jugar a que éramos maestras)  mientras el resto de mis primos ordeñaban nuevamente las vacas para vender la leche. Aquella leche era muy sabrosa y había que cocerla varias veces. En ese procedimiento de la cocción terminaban saliendo capas gruesas de nata que después aprovechábamos para hacer galletas o bizcochos, o simplemente untábamos en pan y con azúcar nos sabía a gloria a la hora de la merienda.  Cuando paría alguna vaca, la primera leche que daba, al cocerla parecía que se cortaba porque el suero se separaba del resto de la leche y esto daba lugar a un postre exquisito que en casa llamábamos calostros. Otras veces cambiábamos esa merienda por pan mojado en vino y azúcar. Debo de aclarar que a pesar de estas meriendas, a tan temprana edad, ninguno nos hemos vuelto alcohólicos.

Muchas tardes las pasaba en el huerto con mi abuelo y debo decir que aún recuerdo el placer que me provocaba comer los tomates recién cortados de la mata. Como la cosecha de tomate siempre era grande había que hacer conserva y dedicábamos muchas tardes, después de la siesta, a pelar tomates, trocearlos y meterlos en frascos o en botellas con unos polvos para conservarlos y así tener tomate natural para las ensaladas o para freír, el resto del año.

Marcaron también mucho mi infancia las tardes de costura en el corral con mi abuela remendando ropa o mi madre haciendo algún vestido para mi tía y mis tías bordando o haciendo ganchillo. Allí aprendí a bordar punto de cruz, afición que todavía hoy conservo y que da sus frutos en forma de cuadros. También aprendí a hacer ganchillo, a ello me enseñó una tía de mi madre a la que recuerdo muchas veces.

Había días  en que decidíamos pasar todos juntos el día en alguno de los prados donde teníamos el ganado o en lo alto de la sierra. Recuerdo las patatas con carne o hígado de cerdo (nosotros lo llamamos salmorejo) que hacíamos en los cuencos de barro que encontrábamos al pie de los pinos y que eran para recoger la resina de los pinos. Ahí hacíamos las patatas, después los fregábamos y los volvíamos a poner en su sitio para que cuando se llenaran los que estaban anclados al pino la persona que pasara por allí se encargara de sustituirlo por uno limpio y vacío. Así funcionaban las cosas en aquel tiempo, había solidaridad. Mi abuelo se sentaba a la sombra de un aliso y era el encargado de ir pelando las patatas y picándolas para hacer el guiso. Los demás aprovechábamos el día para recoger orégano, poleo, hinojo, tomillo, romero, todo tipo de hierbas aromáticas que después emplearíamos para hacer los chorizos y los guisos del invierno.

Recuerdo con nostalgia los chorizos que hacía mi abuela y que después conservaba en aceite así como el lomo del cerdo  que precocinaba dándole unas vueltas en la sartén y también conservaba con el aceite de oliva en pucheros de barro hechos para tal menester. También hacía queso y algunos también iban a parar a otras tinajas para conservarlos por el mismo procedimiento. En invierno hemos ido todos juntos a recoger la aceituna para hacer dicho aceite con un sabor intenso que aún hoy, en la actualidad, sigo disfrutando porque mi padre aún tiene olivas y seguimos haciendo el aceite. Y los jamones que, aunque eran de cerdos alimentados con los restos de la verduras, frutas y hortalizas que ya no nos servían, su sabor nada tenía que envidiar a los que venden ahora alimentados con bellotas.

La casa tenía los colchones hechos con lana. Era toda de piedra y allí no había chimenea sino un hogar al ras del suelo que daba un calor maravilloso. Piedra, tejas, vigas de madera, un sobrao o bohardilla, suelos hechos con tablones que crujían al andar, sillones de mimbre, una máquina de coser de la marca Singer con tal robustez que aún se puede coser con ella, platos de loza y un almirez muy desgastado que conservo como oro en paño en mi casa del pueblo y que cuando lo miro me trae todos estos recuerdos porque pasé una niñez muy feliz viéndolo colgado de la pared en la cocina de mis abuelos.

1 comentario

Juana -

Intento de nuevo poder comentar contigo lo mucho que me ha gustado lo escrito sobre tu niñez. En ella me veo yo reflejada y me lo he pasado bomba leyéndolo. Un abrazo.